Después de la fase aguda comenzamos a anticipar, no solo los efectos sanitarios de la pandemia, sino también las consecuencias económicas y sociales derivadas del confinamiento necesario para detenerla. La destrucción de empleo y la precariedad han provocado un aumento de la demanda de prestaciones sociales y ayudas de emergencia que a pesar de suponer un alivio momentáneo, han aumentado la precariedad de las personas y familias más vulnerables. Los Servicios Públicos, el acceso a prestaciones sociales y laborales y la puesta en marcha del Ingreso Mínimo Vital han contenido en gran medida esta sangría, sin embargo han dejado al margen a un grupo doblemente vulnerable y sin embargo esencial, los inmigrantes en situación irregular, que por su propia situación administrativa tienen limitado, significativamente, el acceso a estas ayudas prestaciones.
Por otro lado, durante el Estado de Alarma los medios de comunicación nos ha ofrecido imágenes de población inmigrante como principales beneficiarios de ayudas de las ONGs, que intentan paliar esa desigualdad en el acceso a prestaciones sociales, con ayudas en especie en comedores sociales y bancos de alimentos.
Paradójicamente, la función social de esta mano de obra inmigrante durante la crisis ha sido imprescindible y considerada en muchos casos como actividad esencial en el cuidado de personas mayores, en la agricultura como temporeros, en el reparto y distribución de alimentación, etc. Sin embargo, y a pesar de ser mayoritariamente migrantes de larga duración, no han podido, ni podrán acceder a ayudas y prestaciones sociales y laborales por encontrarse en una situación administrativa irregular, muchas veces sobrevenida, o ser solicitantes de Protección Internacional en plena tramitación de su solicitud, que puede alargarse meses, e incluso años, en el mejor de los casos, si no es denegada (España solo concedió asilo a uno de cada 20 solicitantes en 2019). En la misma situación de vulnerabilidad se encuentran también los menores extranjeros sin la protección de un adulto, que al alcanzar la mayoría de edad pierden la protección de las Comunidades Autónomas, y en muchos casos se ven abocados a la irregularidad administrativa.
Al igual que ocurrió en la crisis económica de 2008, el impacto de esta pandemia mundial ha incidido de manera especial sobre la población inmigrante en España. El desempleo, los desahucios, la explotación laboral y sexual, e incluso la violencia de género, afectan en mayor medida a la población inmigrante, no sólo por la falta de redes sociales y familiares de apoyo, sino fundamentalmente por la vulnerabilidad que genera la desigualdad en el reconocimiento de derechos.
Nuestro ordenamiento jurídico y nuestra Ley de Extranjería no solo reconoce para los extranjeros un conjunto de derechos sustancialmente diferentes a los que disfrutan los nacionales, sino que además los limita aún más para quienes se encuentran en situación irregular, que recordemos no se trata de ningún delito, sino simple y llanamente de una situación administrativa. Una Ley de Extranjería aprobada y reformada en momentos muy diferentes al presente, y que no responden al momento migratorio actual de consolidación de una migración de larga duración.
Indudablemente necesitamos la inmigración, necesitamos mano de obra complementaria de la autóctona, y también la necesitamos desde el punto de vista demográfico, precisamente en 2020 en que la natalidad en España se desploma. A pesar del avance del discurso tóxico contra la inmigración de la ultraderecha que avanza por Europa y ya ha alcanzado nuestro país, todos los estudios demuestran el efecto positivo del fenómeno migratorio sobre nuestro país y sobre el Estado de Bienestar. Pero no solo por necesaria es que debemos integrarla debidamente, sino por justicia social y por nuestro deber de cumplir con los Tratados Internacionales y los Pactos que ha suscrito España.
Por todo ello debemos superar esta actitud utilitarista y reorientar la política migratoria española hacia lo que se denomina “integración estructural” o lo que es lo mismo, el progresivo reconocimiento de derechos a la población inmigrante de forma similar a la de los autóctonos, facilitando la estancia legal, el acceso a los sistemas de educación y formación, al mercado laboral y a los sistemas de bienestar.
Esta crisis nos ha mostrado cuan injusto es mantener un sistema que perpetúa una ciudadanía de segunda para los inmigrantes en situación administrativa irregular. Si bien es cierto que la Ley de Extranjería y el Reglamento recogen una vía permanente de regularización a través del arraigo, en la práctica condenan a estas personas a una travesía por en desierto en la que son fácilmente presas de la necesidad, cuando no de la explotación. Perpetuar una política que coloca en situación de vulnerabilidad extrema a una parte de sus conciudadanos no parece la mejor manera de reconstruir esta sociedad post Covid-19.