Nos cuentan que una serie de solo doce letras en un documento de treinta mil (secuencia del genoma del coronavirus SARS-CoV-2 que determina su virulencia y contagiosidad) es la responsable de una crisis sanitaria y económica “sin precedentes”, al menos en los últimos cien años. Con el fin de evitar la propagación de la COVID-19, se han adoptado drásticas medidas de confinamiento de la población que han producido un enorme impacto económico, social y en términos de empleo, la llamada pandemia económica. Por ejemplo, la contracción del PIB para nuestro país, según el Banco de España, se sitúa en una horquilla que va del seis con seis al trece por ciento y, en cuanto al mercado de trabajo, la tasa de desempleo a finales de 2020 podría superar el veinte por ciento.
Si descendemos al andamiaje jurídico de las medidas adoptadas para hacer frente a las pandemias sanitaria y económica, la pieza clave del conjunto del engranaje es la declaración del estado de alarma. Las medidas confinatorias y las disposiciones para luchar contra la pandemia sanitaria han recibido respuesta a través de otras que trataban de limitar sus efectos económicos y sociales, “palos y zanahorias” las he denominado en un artículo para la revista Trabajo y Derecho.
En este momento, cabría preguntarse por el futuro. Habrá que comenzar por dotar de mejor cobertura jurídica a la posible limitación de derechos en la postalarma -quizá mediante una ley orgánica como proponía el presidente del CESCyL- y decidir qué medidas excepcionales de contención económica y social deben mantenerse, aún retocadas, para acompañar a las diseñadas para impulsar la actividad económica. En este sentido, apuntaremos algunas ideas en el territorio normativo del Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.
Sin duda deben quedarse las destinadas a facilitar la provisión de recursos humanos al sector sanitario. También en relación con la pandemia sanitaria, conviene mejorar el marco normativo previsto tanto para la prevención de los riesgos laborales y sanitarios, necesitado de seguridad jurídica frente a los documentos técnicos empleados, como para la reparación de los daños causados por la pandemia, mediante la mejor delimitación de las contingencias profesionales (en sentido estricto) del personal sanitario y otros colectivos (un paso, todavía insuficiente, da en ese sentido el novísimo RD-l 19/2020, respecto del personal sanitario y socio-sanitario).
En el bloque destinado al mantenimiento de la actividad económica, el tejido industrial y el empleo destacan la preferencia por el teletrabajo, el Plan MECUIDA y los ERTES “COVID-19”. El recurso preferente obligatorio al teletrabajo se mantendrá hasta tres meses después del estado de alarma, pero será imprescindible abordar casi ex novo el régimen jurídico del “teletrabajo ordinario” (unido a la digitalización del medio rural podría contribuir a la lucha contra la despoblación) y reforzar las medidas de conciliación. La formalización legislativa del Acuerdo Social en Defensa del Empleo ha desvinculado los ERTES COVID-19 del estado de alarma y ha adaptado su regulación a la desescalada promoviendo el reinicio de la actividad empresarial (la exoneración de cotizaciones sociales incentiva la reincorporación al trabajo). Es previsible una nueva “prórroga” más allá del 30 de junio, sectorial y con ajustes. Esta vigencia “ultraactiva” probablemente afectará, amén del futuro ingreso mínimo vital, al principal instrumento de los previstos para garantizar un cierto nivel de ingresos, la prestación extraordinaria por cese de actividad para los autónomos.
La limitación de daños apuntada ha de acompañarse, como se avanzaba, de decisiones dirigidas a la generación de actividad económica y de empleo. La senda del trabajo sin derechos no debería volver a recorrerse. El abaratamiento del coste laboral empresarial, coyuntural o estructural, que recaiga en exclusiva en los trabajadores es, a mi juicio, mal principio para orientar las reformas laborales. También debe evitarse el debilitamiento de la negociación colectiva sectorial para impedir el indeseable “dumping social intrasectorial”. Por tanto, los mayores incentivos (en forma de subvenciones a la contratación, préstamos avalados, bonificaciones fiscales, etc.) para la creación de “nueva” actividad económica y “nuevos” empleos deberán vincularse a sectores de especial valor añadido y a empleos de calidad. Tendrán que alinearse con los posibles condicionantes (transiciones digital y verde, etc.) de la Unión Europea para el recurso a su fondo para la recuperación. Precisamente la ayuda europea será determinante para poder abordar con solvencia las dos operaciones descritas, de contención e impulso; puesto que la mayoría de las propuestas se concretan, en términos presupuestarios, en un aumento del gasto público y en una disminución de los ingresos. En este contexto, las políticas activas de empleo autonómicas deben ocupar un papel protagonista.
El equilibrio “social” respecto a los incentivos económicos se logrará mediante el establecimiento de una renta de ciudadanía o ingreso mínimo vital. Su adecuado encaje en el ecosistema de la asistencia social evitará la exclusión social de los que saldrán peor parados de esta crisis (y de las venideras).
Los prefijos co- y con- significan «’reunión’, ‘cooperación’ o ‘agregación’» (Diccionario RAE). No debe extrañar que “consenso político”, “concertación social” (abordada con maestría por el profesor Palomeque en el segundo número de estos Cuadernos) y “cogobernanza territorial” sean esenciales (¡y de difícil consecución en momentos de incertidumbre e inestabilidad política!) para la definición, aplicación y evaluación de las soluciones normativas sugeridas. Castilla y León está llamada a ser un referente en los tres ámbitos. Así sea.