La pandemia del coronavirus, que continúa condicionando gravemente nuestras vidas y los sistemas económico-productivo y social, ha demostrado plenamente en el año 2021 el carácter estructural de la dura crisis generada. Si bien la globalización había empezado a manifestar sus más visibles desajustes antes de marzo de 2020, la situación actual ha venido a acelerar la ruptura de los equilibrios inestables sobre los que se había construido. El encarecimiento de las materias primas y la energía, las insuficiencias de la logística, la excesiva concentración de la producción industrial en ciertos ámbitos continentales, la desatención del sector primario y de otras actividades estratégicas, el incremento de las desigualdades y los efectos del cambio climático, entre otros factores determinantes, reclaman la redefinición institucional, desde planteamientos supranacionales, del modelo de globalización que exige la recuperación a nivel local, autonómico, nacional y mundial. Se trata de articular una posglobalización democrática, avanzando internacionalmente en la mejora del Estado social y democrático de Derecho.
Recuérdese que, tras otra pandemia y la primera Gran Guerra, con la renovación del contrato social en 1919, implícita en la Constitución de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y explícita en la Constitución alemana de Weimar, comenzó una nueva era. Nació el Estado social y democrático de Derecho, con sus nuevos valores, principios y derechos, así como con la amplia revisión de la función de los poderes públicos y la reorientación del sistema económico-productivo. La constitucionalización de los derechos sociales y laborales, también de los de ejercicio colectivo, como la libertad sindical y el asociacionismo empresarial, posibilitó la consolidación del Derecho del Trabajo y la aparición de los sistemas de seguridad social. Emergió con fuerza el Estado social como herramienta esencial para la reconstrucción en la segunda posguerra mundial. La puesta en funcionamiento de la Organización de las Naciones Unidas, la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la creación de las Comunidades Europeas impulsaron efectivamente el inicio de esta era, caracterizada en aquellas fechas por las tensiones de la guerra fría y a partir de los noventa, a causa de la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, por una globalización que propició el revisionismo de los valores intrínsecos del Estado social y democrático de Derecho.
Con la incorporación de la mayor parte de la comunidad internacional, dada la fácil circulación de los capitales y la tecnología, aunque de forma marcadamente asimétrica, al ámbito de la producción industrial y de los mercados internacionales, ha adquirido aún más realce la extensión de los derechos laborales y de seguridad social. El retroceso en el desarrollo del renovado contrato social en las regiones continentales pioneras en esta materia, presentado como sacrificio inevitable en aras de su generalización, no se ha visto recompensado. No está de más, por ello, insistir en el pacto que originó el modelo de reconocimiento de derechos sociales y, en general, de ciudadanía a cambio de paz en un sistema de producción capitalista moderado socialmente. La adecuada redistribución de las rentas para fomentar el consumo en libertad, igualdad y bienestar garantiza, a fin de cuentas, la productividad, la competitividad y el progreso. No se debe desmontar el Estado social y democrático de Derecho, ni la Unión Europea, sino todo lo contrario, so pena de un incremento exponencial de malestares conducentes al desastre.
Resuenan, así las cosas, los considerandos del preámbulo de la Constitución de la OIT: “la paz universal y permanente solo puede basarse en la justicia social”; “existen condiciones de trabajo que entrañan tal grado de injusticia, miseria y privaciones para gran número de seres humanos, que el descontento causado constituye una amenaza para la paz y armonía universales”; y “es urgente mejorar dichas condiciones, por ejemplo, en lo concerniente a reglamentación de las horas de trabajo, fijación de la duración máxima de la jornada y de la semana de trabajo, contratación de la mano de obra, lucha contra el desempleo, garantía de un salario vital adecuado, protección del trabajador contra las enfermedades, sean o no profesionales, y contra los accidentes del trabajo, protección de los niños, de los adolescentes y de las mujeres, pensiones de vejez y de invalidez, protección de los intereses de los trabajadores ocupados en el extranjero, reconocimiento del principio de salario igual por un trabajo de igual valor y del principio de libertad sindical, organización de la enseñanza profesional y técnica y otras medidas análogas”; porque, “si cualquier nación no adoptare un régimen de trabajo realmente humano, esta omisión constituiría un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países”.
Nunca antes, en fin, ha sido tan relevante la actualización de las legislaciones laborales nacional, supranacional e internacional sin desvirtuar su función inmanente, que se cuiden globalmente los sistemas públicos de protección social, que la Unión Europea continúe con el desarrollo normativo de su política social y que todos los Estados de la comunidad internacional ratifiquen los convenios de la OIT.