La crisis sanitaria actual va a dejar, sin duda, una huella negativa en la economía española. A la apertura de esta coyuntura llena de incertidumbres, se une un ejecutivo que brega por dar sus primeros pasos y dejar su impronta en las políticas públicas más allá de la gestión de la pandemia. En este contexto, cobra protagonismo, nuevamente, el debate sobre la reforma de la universidad española, que, más allá de revisiones más o menos profundas de los baremos de las figuras académicas, no se produjo siquiera en los peores momentos de la crisis de 2008.
Aunque suele señalarse que en tiempo de tribulaciones conviene no hacer mudanzas, el momento actual reúne varias condiciones para esperar vientos de reforma.
En primer lugar, el actual gobierno esgrime, orgulloso, su carácter progresista y aspira a imprimir su sello en diferentes aspectos de la vida pública. En no pocas ocasiones, grandes reformas, no exentas de polémica y sin duda debatibles, han venido de la mano de ejecutivos no conservadores. El reparto de papeles en los continuos cambios en el marco laboral en el periodo democrático, algunas veces, de calado, ilustra a la perfección este argumento. En segundo término, la persona a los mandos, aunque con unas competencias, como él mismo apunta, limitadas, representa un perfil muy conveniente para esta tarea: el ministro Castells conoce la educación superior, la de España y la de algunos de los países con centros punteros, y es un académico respetado y con una trayectoria académica de elite, nada necesitado de una trayectoria a largo plazo en la política. Por último, está claro que la situación actual no resulta deseable para el ciudadano y para las nuevas cohortes de investigadores. El primero, el contribuyente, quien a fin de cuentas aporta el grueso de la financiación de la universidad pública, no debería estar satisfecho con los resultados que la universidad española le entrega. Una radiografía del sistema muestra un elevadísimo grado de endogamia (los porcentajes de profesores formados en la institución que los emplea o que concurrieron a su plaza en solitario así lo atestigua), evidencia que la mayor parte de concursos de plazas son únicamente nominales y señala la existencia de un considerable margen de mejora en materia de investigación y calidad docente. El ciudadano de a pie desconoce, ciertamente, la catarata de cátedras (destinadas a candidatos internos) previa a los recortes de la crisis de 2008, que no llegaron con claridad a la universidad hasta 2012, y cómo las limitadas posibilidades de contratación que siguió a estas medidas se dedicaron en su práctica totalidad a la promoción interna de personal indefinido, en un escenario general en el que la economía española se encontraba bajo cuidados intensivos. Los aspirantes a engrosar las filas del profesorado universitario, en el mejor de los casos, están sometidos a una fuerte inseguridad jurídica e indudables inequidades por las frecuentes rupturas en los criterios de entrada, que afectan de forma desproporcionada a los outsiders (aquellos investigadores que no han alcanzado estabilidad laboral y aquellos que no forman parte de la institución). En otras situaciones, se ven bajo relaciones que cabe calificar como pre-capitalistas.
Con certeza, este diagnóstico no responde a una única causa, pero, por otra parte, la imposibilidad de introducir cambios de rumbo no resulta ajena al sistema de gobernanza de la universidad pública española. Como es sabido, la comunidad universitaria, integrada por personal docente e investigador, personal administrativo y estudiantes, elige, por sufragio universal ponderado al rector, un catedrático de la institución. Esta democracia interna, loable, introduce, por otro lado, un problema de agencia: la universidad no se gobierna por quien la paga, sino por sus trabajadores y estudiantes. Es indiscutible que la universidad debería responder a los intereses de, precisamente, sus financiadores y, desafortunadamente, los intereses de la comunidad electora en las instituciones universitarias no coinciden necesariamente con los del contribuyente, al otorgar un elevado a peso a legítimos intereses privados (e.g., la propia carrera profesional). En cualquier caso, este elemento no representa, una condición necesaria ni, posiblemente, suficiente. Las universidades en las que ha existido una voluntad, tanto desde el rectorado, como de departamentos concretos, han podido competir por excelentes investigadores empleando, con astucia, figuras como los profesores visitantes y guiándose por un sistema de reglas de contratación y promoción internas paralelas al rigidísimo marco normativo. Posiblemente, no sea casual que la creación de estas instituciones se halle en tiempos relativamente recientes, lo cual ha podido no representar un pecado original, sino que se ha traducido en una mayor agilidad no sujeta a ciertas inercias disfuncionales. Curiosamente, esas mismas figuras han sido una de las piedras angulares de comportamientos, poco respetables, en los antípodas de los mejores departamentos del país.
Confieso mi gran pesimismo en relación a la factibilidad de incorporar elementos de mejora. Algunos cambios resultan tan urgentes como simples. Así, por ejemplo, una separación, formal, de procesos de promoción interna y contrataciones abiertas redundaría en un diagnóstico más preciso de la enfermedad y un ajuste más apropiado de las dosis del remedio y evitaría que todas las plazas sean parte de un cajón de sastre en el que, con frecuencia, los damnificados suelen ser outsiders y donde las relaciones de poder ocupan un lugar protagónico. No sorprendería que tan sencillo cambio y aparentemente inocente cambio suscitase fuerte oposición entre los colectivos con mayor poder en las instituciones universitarias, que verían sin duda mermada la protección que este totum revolutum proporciona a su discrecionalidad.
Las soluciones no resultan sencillas. La apuesta por la solución centralizada (i.e, las habilitaciones) se reveló como onerosa y solo parcialmente eficaz. Pocos discuten que la versión diluida de la misma, el sistema de acreditaciones, un sistema de mínimos cuyo sentido se ha pervertido hasta tal punto que una acreditación a una determinada figura por parte de un insider se ha convertido en sinónimo de un derecho exigible a la promoción interna, se ha mostrado capaz de elevar los niveles académicos. Sin embargo, sus límites están claros: su efecto sobre algunas de las patologías existentes es lento y sus efectos secundarios los soportan casi íntegramente los outsiders, sometidos a cambios bruscos en los criterios al que el profesorado fijo (en especial, el que goza de la condición de funcionario) son, per se, mucho menos vulnerables.
En coherencia con su trayectoria, el leit motiv de la apuesta del ministro Castells parece tener que ver con, entre otras cuestiones, ese cambio en el gobierno de la universidad. Resultaría promisorio que el principal ingrediente de la receta viniese dado por la rendición de cuentas en una solución descentralizada, traducida en el nombramiento de un consejo integrado por científicos de reconocido prestigio que representase el interés ciudadano, que, a su vez, escogería al equipo rectoral, que podría contar con carácter profesional y no puramente académico. El consejo, necesariamente, debería someterse a la accountability del gobierno elegido democráticamente (en este caso, el ejecutivo autonómico) y el equipo rectoral, al del consejo. Una mayor parte de la financiación (especialmente, la procedente de otras instituciones) debería ser el mejor emulsionante de la mezcla.
Existe una elevada cantidad de elementos por definir y que, sin duda, representan pilares tan relevantes como los tratados en estas líneas. Así, por ejemplo, dista de estar claro cómo definir y fijar criterios de calidad alineados con los intereses de la ciudadanía, incluso en un marco de competencia entre centros. Existe cierto consenso acerca de las falencias del sistema actual de publicación, pero no tanto en sus soluciones. Existen otros vectores esenciales en el debate sobre la universidad, como el que afecta a las ayudas al estudio y las tasas académicas, que, aunque cuenten con una importancia igual o mayor que los anteriores, posiblemente, en el contexto europeo, caracterizado por un amplio consenso en la conveniencia de que las barreras de acceso a la educación superior no sean de naturaleza económica, deban ser abordados separadamente a los factores que han centrado estas líneas.
Aunque es muy posible que el tipo de reformas discutidas en estos párrafos, tímidas, se tradujeran en mayores niveles de eficiencia y equidad en la universidad española, mi convencimiento es que contarían con una fuerte oposición. Estos cambios precisarían de una mirada de medio y largo plazo, de un alcance superior al horizonte electoral, una práctica a la que, desafortunadamente, no acostumbramos en estas latitudes.