Con las expresiones de “diálogo social” y de “concertación social” se suele designar, de modo indiferente o indistinto, el proceso de intercambio político entre los poderes públicos y la autonomía colectiva de trabajadores y empresarios para la atención a las exigencias de gobierno y formación del consenso en las sociedades democráticas desarrolladas, a partir de una fórmula sutil de corrección y enriquecimiento del esquema constitucional clásico procedente de la tradición liberal.
Diálogo y concertación no son, en realidad, otra cosa que los dos planos o secuencias sucesivas de una misma realidad institucional, según se ponga la atención en el proceso de encuentro y negociación llevado a cabo por los interlocutores con el propósito de alcanzar un acuerdo político —diálogo social— o, en cambio, en el propio resultado acordado de aquel —concertación social—. Aunque sea cada vez más frecuente, por cierto, designar de uno u otro modo al conjunto de todo ello. Y sea verdad también que haya prevalecido en nuestro sistema institucional, ya desde la Transición democrática en que la figura se incorporaba a la práctica política, la denominación de concertación social, sin que deje de ser menos cierto —sin duda por influencia del Derecho social de la Unión Europea—, que la expresión diálogo social se haya abierto paso, o inclusive sobrepasado a aquella, en la nomenclatura del fenómeno.
Sea como fuere, a través de este procedimiento de diálogo y acuerdo entre Gobierno y organizaciones sindicales y empresariales representativas acerca de grandes cuestiones de política social y económica —desarrollo del Estado social, política de rentas y fiscal, reforma laboral, etc.—, el sistema institucional pretende en consecuencia la legitimación conveniente de las decisiones políticas —aunque no necesaria de modo estricto desde el punto de vista constitucional—, no ya solo a través de la vía parlamentaria obligada —sin perjuicio de que sea indispensable la conversión legislativa del acuerdo político—, sino directamente sobre el mercado político y social.
El diálogo y la concertación social, cuya versión propia requiere naturalmente la presencia —directa o indirecta— del poder político en el acuerdo, es desde luego una categoría distinta de la “negociación colectiva”, esto es, de la determinación negociada bilateral de condiciones de trabajo por sectores de la producción entre representaciones de trabajadores y empresarios. Y también de la “representación” o “participación institucional”, con la que se designa la presencia de representantes de organizaciones sindicales y empresariales representativas en instancias públicas que la tengan prevista.
Las leyes de las comunidades autónomas sobre estas materias suelen distinguir perfectamente, por lo demás, entre el “diálogo social” y la “participación institucional”. Entienden por diálogo social, así pues, la negociación y concertación en materias económicas y sociales de interés general entre los gobiernos regionales y las organizaciones sindicales y empresariales representativas en la comunidad. En tanto que por participación institucional, en cambio, la defensa de los intereses que les son propios a estas organizaciones a través de la presencia de representantes en el seno de la administración de la comunidad en aquellos organismos públicos que la tengan prevista. Es el caso, por solo citar algunos supuestos, de la Ley 8/2008, de 16 de octubre, de las Cortes de Castilla y León, para la creación del Consejo del Diálogo Social; de la Ley 1/2016, de 4 de abril, del Parlamento de La Rioja, de impulso y consolidación del diálogo social, por la que se crea el Consejo Riojano de Diálogo Social; de la Ley 5/2017, de 5 de julio, de la Asamblea Regional de la Región de Murcia, de participación institucional de las organizaciones sindicales y empresariales más representativas; o, en fin, de la Ley 1/2018, de 8 de febrero, de las Cortes de Aragón, de diálogo social y participación institucional.
El diálogo y la concertación social —acuerdos sociales, legislación negociada y manifestaciones aparejadas— se han erigido ciertamente a lo largo de nuestra historia democrática en un elemento definitorio del sistema de relaciones de trabajo, aunque no sin sobresaltos y picos de conflictividad, habiendo estado presentes como método de acción política durante todos estos años, con arreglo a versiones técnicas diversas, en buena parte de las grandes transformaciones institucionales llevadas a cabo en el ámbito de la economía y de las relaciones laborales y acomodando su desarrollo a diferentes ciclos políticos.
Si bien, la crisis económica y política que caracteriza la realidad social española desde hace algún tiempo no ha facilitado precisamente en el presente la viabilidad de procesos estables de diálogo social en el ámbito del Estado. Lo que habrá de cambiar, sin duda, ante la muy grave situación económica provocada por la COVID-19. Ya ha empezado a hacerlo, por cierto, con el Acuerdo social en defensa del empleo, alcanzado el pasado 8 de mayo —día simbólico del primer centenario del Ministerio de Trabajo— por el Gobierno, las confederaciones sindicales CCOO/UGT y las empresariales CEOE/CEPYME y firmado de modo solemne tres días después —al más alto nivel de representación de estos sujetos— en el Palacio de la Moncloa, que ha sido traducido legislativamente por el Real Decreto-ley 18/2020, de 12 de mayo, de medidas sociales en defensa del empleo (BOE, 13-5).