Como ahora, hace veinticinco años la derecha, capitaneada entonces por Aznar, optó por azuzar la crispación política y mediática para desestabilizar al gobierno en lugar de arrimar el hombro para que pudiéramos aprovechar mejor la recuperación de la economía, ya incipiente tras el período recesivo que había durado casi tres años.
Pero por primera vez desde la reinstauración de la democracia no quisimos esperar a que se nos llamara para recomponer con nuevos sacrificios, que casi siempre soportaban en mayor medida los trabajadores y empresarios más modestos, los platos rotos como había ocurrido después de cada debacle. Los sindicatos, CC.OO. y UGT, tomamos la iniciativa nada más comenzar el año de proponer a las patronales, CEOE-CEPYME, la elaboración de una declaración conjunta, con la que visitamos a todos los partidos del arco parlamentario emplazándoles a salir lo antes posible de aquella paralizante situación en la que ni siquiera se habían podido aprobar los presupuestos generales del estado. Las elecciones anticipadas fueron convocadas para el 3 de marzo de 1996.
Para predicar con el ejemplo invitamos simultáneamente a los dirigentes empresariales a recuperar el diálogo social, interrumpido desde mediados de 1994. Les propusimos abordar dos retos pendientes que lastraban el desarrollo de la democracia industrial: la derogación de las Ordenanzas Laborales y Reglamentaciones del Trabajo que permanecían vigentes desde la dictadura franquista y la desjudicialización de los conflictos colectivos. En ambos asuntos veníamos chocando con la contradictoria posición de las patronales. Se resistían a sustituir paulatinamente las Ordenanzas por nuevos convenios sectoriales a escala nacional porque les otorgaban a los patronos prerrogativas discrecionales en materias como la clasificación profesional y la organización del trabajo; es decir, que al tiempo que propugnaban la “modernización” (cuando en realidad querían decir desregulación) de la negociación colectiva se aferraban al ordenancismo más reglamentista, rancio e insosteniblemente predemocrático. Entramado que había inducido la atomización de la contratación colectiva con más de 3.500 convenios gremiales solapados entre sus diferentes ámbitos de empresa, provinciales y nacionales y que en gran medida eran reminiscentes del esquema establecido bajo el sindicato vertical para una estructura productiva caducada.
Ese magma contractual imposible de articular era también un exuberante generador de conflictos colectivos que, por regla general, terminaban agolpándose en las jurisdicciones laborales. E igualmente era objeto de contradictorias y recurrentes quejas patronales; puesto que abominaban de ir al juzgado, pero tampoco querían que la tutela judicial fuese sustituida por una mayor participación sindical.
Sin embargo, la historia nos enseña que la disyuntiva entre el pleito indeseable o la sumisión inaceptable siempre se ha superado con más democracia para avanzar en equidad.
Así pues, el trueque alternativo que propusimos consistió en democratizar más las relaciones contractuales para que empresarios y representantes sindicales entendieran de sus problemas en primera instancia e intentasen resolverlos autónomamente. Esta fue la esencia del Acuerdo para la Solución Extrajudicial de Conflictos Colectivos (ASEC) que firmamos CC.OO., UGT, CEOE-CEPYME en enero de 1996 y fue recogido en el BOE a principios de febrero. El acuerdo para la sustitución de las Ordenanzas Laborales fue negociado simultáneamente; pero no pudo plasmarse de la misma forma, dado que el grupo dirigente de las patronales fue incapaz de atemperar el conservadurismo de bastantes de sus agrupaciones sectoriales, muy refractarias a negociar con las federaciones sindicales homónimas los correspondientes convenios generales de sector; por lo que costó varios años culminar el proceso. Como tampoco se adhirieron al ASEC algunas de las más influyentes asociadas a la CEOE, entre las que destacó la patronal bancaria AEB.
A diferencia de la desigual evolución sectorial, el acuerdo tuvo una más rápida traslación a las comunidades autónomas, donde se fueron suscribiendo acuerdos similares con la flexibilidad necesaria para adaptarlos a las realidades sociolaborales y económicas de cada zona e hicieron aportaciones que enriquecieron el acuerdo nacional. Por ejemplo, el de Castilla y León fue de los primeros y sus firmantes regionales tuvieron el acierto de llamarle desde su primera edición Acuerdo para la Solución Autónoma de Conflictos Laborales (ASACL CyL). Lo que denotaba que entendieron mejor la congruencia entre autonomía colectiva y la desjudicialización que pretendían propiciar aquellos acuerdos. Para subrayar la importancia del matiz adelantado desde Castilla y León, que trascendía de la mera semántica, puede repararse en que a nivel nacional se terminó adoptando la misma denominación, ASAC; aunque hubo que esperar hasta la Vª edición del acuerdo (Vº ASAC, 2012).
Estos acuerdos fueron los primeros resultados de la conjugación de la autonomía de las partes con mayor democracia industrial y marcaron una relevante innovación en el modelo de Concertación Social en España. De entrada, que la iniciativa de instar a la negociación partiese de los propios sindicatos supuso romper con la norma no escrita por la que parecía corresponderle en exclusiva al ejecutivo, mientras los agentes sociales esperaban a ser convocados. Una inercia que degeneró en una seria desnaturalización del significado de la Concertación Social. El ejemplo más descarnado lo tuvimos en la primera reunión a la que fuimos convocados por el presidente del gobierno, Felipe González, para negociar el Acuerdo Económico y Social (AES, octubre 1985), en la que nos dijo literalmente: “quiero para mi gobierno los mismos sacrificios que habéis hecho para los gobiernos de la derecha” (se refería a los de UCD). Una inquietante deformación, puesto que no nos corresponsabilizamos con los Pactos de la Moncloa para apuntalar al primer gobierno de Adolfo Suárez, sino para hacer frente a la crisis derivada del primer shock del petróleo, agravada en España por la inoperancia de los últimos gobiernos de Franco y enfrentados a un reto tan ineludible que fue crudamente expuesto por el vicepresidente económico del gobierno del momento, Enrique Fuentes Quintana: “ el mayor peligro para una democracia débil es una economía en crisis”. Tres años después, los “sacrificios” que concertamos en el Acuerdo Nacional de Empleo (ANE, junio 1981) no tenían por objeto consolidar al gobierno de Calvo Sotelo (que por cierto no pudo impedir que la UCD perdiera estrepitosamente las elecciones de octubre de 1982), sino para frenar la desorbitada tendencia al alza del paro durante el mismo año de la intentona golpista del 23-F. Puede deducirse por tanto que reducir los esfuerzos concertados para consolidar la democracia en períodos de profunda crisis económica a un recurso groseramente instrumentalizado para procurarle la paz social al gobierno de turno fue un pésimo comienzo. Comisiones Obreras no firmamos el AES y UGT terminó por denunciar la tergiversación de lo acordado con las patronales y el gobierno cuando este quiso eliminar la autorización administrativa previa a los despidos colectivos y lo aprovechó para imponer un drástico cambio en el período de cómputo para calcular la base reguladora de la pensiones; este extremo motivó que CC.OO. convocásemos una huelga general y que UGT acabara eliminado de sus estatutos la doble militancia entre el sindicato y el PSOE.
No obstante, Felipe González no debió extraer las conclusiones de aquel fracaso que pudieran corresponderle porque dos años después nos emplazó de nuevo a negociar “las cuentas del reino” (se refería a los P.G.E. para 1988); operación que, obviamente, habría conllevado implicarnos en un compendio de política económica que trascendía de las competencias de los interlocutores sociales y subordinarnos a decisiones que finalmente corresponden, indefectiblemente, al Parlamento. La propuesta alternativa y unitaria de CC.OO. y UGT para reanudar el diálogo social consistente en pasar de los acuerdos tripartitos (gobierno de turno, patronales y sindicatos), que mezclaban materias de muy diferente naturaleza (prestaciones sociales, salarios, modificaciones legislativas, condiciones de trabajo, incentivos fiscales a las empresas, etc.), a determinar el continente de las negociaciones en función de los contenidos que se fuesen a negociar; de forma tal que fuesen bipartitos (patronales y sindicatos) si abordaban cuestiones propias de las relaciones industriales o tripartitos en caso de tratar sobre políticas públicas concretas, fue tan mal recibida por el gobierno de F. González que, lejos de recomponer la concertación, fue abortando las distintas mesas de negociación hasta desembocar en el mayor de los conflictos habidos en la reciente historia democrática: la Huelga General del 14 de diciembre de 1988.
Por los antecedentes analizados, puede afirmarse que el ASEC sentó un precedente de considerable trascendencia en la dinámica contractual. Bajo su prisma se alcanzaron cinco grandes acuerdos un año después; todos ellos anteponiendo la autonomía de las partes a la intervención del gobierno y la convención a la norma; es decir, si anteriormente se decretaban o se imponían legislaciones como las reformas laborales, que frecuentemente generaban conflictos, desde el ASEC se empezaba por consensuar propuestas entre los interlocutores sociales para las que a continuación se tramitaban las disposiciones correspondientes, consensuadas así mismo con los poderes públicos. Método y enfoque de la Concertación que aseguraban mejor el cumplimiento de los acuerdos, mayor seguridad jurídica por la congruencia entre lo convenido y lo legislado y menor conflictividad por desarrollarse de forma más participativa. Justamente lo contrario cosecharon las reformas laborales impuestas por los sucesivos gobiernos entre 2001 y 2012.
Con altibajos y paréntesis, el diálogo social se ha mantenido renovándose a lo largo de los veinticinco años transcurridos desde el primer ASEC. No hay por tanto razón alguna para incurrir en evocaciones nostálgicas que además de paralizantes solo conducirían a la melancolía. Cualquier tiempo pasado no fue mejor, simplemente fue anterior; y como son distintos los contextos históricos habrá que afrontar los retos en las nuevas coordenadas del momento actual, ciertamente bastante más complejas que las de antaño. Entre otras, la probable metamorfosis de buena parte de los ERTE en ERES de extinción de empleos o las consecuencias de la yuxtaposición de las desigualdades sociales y la degradación de las condiciones de trabajo que permanecen desde la Gran Recesión con las causadas durante la pandemia de COVID-19; todo ello en la imparable transición hacia la economía digitalizada y descarbonizada.
Escenario en el que CC.OO. y UGT cuentan con un mayor caudal de experiencias y una incuestionable legitimidad democráticamente, revalidada para recabar de las patronales, del gobierno y de los partidos de la oposición menos ardor para pleitear y más debate cabal para que ganemos todos con las síntesis que sean capaces de alcanzar.
Marzo, 2021.