El panorama descrito hace indispensable que las empresas presten más atención que nunca a la salud mental de sus trabajadores, lo cual exige, en primer lugar y antes que nada, identificar perfectamente y evaluar los riesgos psicosociales para, a continuación adoptar las medidas de prevención necesarias y más adecuadas frente a los mismos. Está obligación no es nueva, ya que se deriva directamente ya de la Ley 31/1995, de 8 de noviembre, de Prevención de Riesgos Laborales (LPRL), que impone a todo empresario el deber de garantizar a sus trabajadores una protección eficaz frente a todos los riesgos laborales a los que en cada caso se encuentren expuestos, incluidos los derivados de la propia organización empresarial (art. 14 en relación con el art. 4.7ª), pero en la actualidad, esta necesidad, como se ha señalado, cobra más importancia que nunca y debe ser absolutamente reforzada. No obstante, no se puede dejar de reconocer que tanto la identificación y evaluación de los riesgos psicosociales como la adopción de las medidas necesarias y adecuadas para su prevención constituyen obligaciones jurídicas cuyo cumplimiento presenta una especial dificultad, entre otros motivos, porque los factores de riesgo pueden ser muy numerosos y heterogéneos y porque no todos los trabajadores reaccionan del mismo modo ante los mismos. En todo caso, el cumplimiento de este deber legal va a exigir que los empresarios, cada vez más, adopten medidas de prevención que impliquen cambios en su organización y en las condiciones de trabajo (cambios de puesto de trabajo, adaptación de horarios de trabajo, etc.), dejando atrás la todavía consolidada pero errónea y obsoleta idea de que las medidas de seguridad que se encuentran obligados a implementar tienen un carácter exclusivamente técnico y se reducen a la adopción de protecciones de carácter individual y colectivo que simplemente se superponen a la organización empresarial y a la actividad profesional de los trabajadores. Debe producirse un cambio de orientación que implique la integración real de la actividad preventiva en la organización y funcionamiento de las empresas de manera que el principio clave de la prevención moderna y ya previsto de forma expresa en la LPRL (en su art. 15.1 d) de “adaptación del trabajo a la persona del trabajador” se haga plenamente efectivo y, de este modo, la persona del trabajador se ponga en el centro y se alcance el objetivo prioritario marcado por la OIT en su centenario de humanizar el trabajo[1].
Finalmente, otro problema que se plantea respecto a los daños a la salud mental de los trabajadores es la mayor dificultad que existe en muchos supuestos para establecer la relación de causalidad entre ese daño y el trabajo, pues, por un lado, los peligros para la salud mental de los empleados pueden prevenir también (total o parcialmente) de factores externos al ámbito laboral; y, por otro, no todos los trabajadores resultan igualmente susceptibles a sufrir este tipo de perjuicio en su salud. A los efectos de que la salud mental de los trabajadores pueda ser objeto de un tratamiento completo y adecuado, resulta absolutamente imprescindible también una mayor y mejor colaboración y coordinación de los servicios de prevención de las empresas con los servicios públicos de salud. Como ha puesto claramente de manifiesto la pandemia causada por el SARS-CoV-2 que estamos sufriendo, la salud laboral es una parte esencial de la salud pública y, por tanto, no pueden ser abordadas de manera independiente sino estrechamente armonizada, tal y como ya desde 1997, exige expresamente el Real Decreto 39/1997, de 17 de enero, por el que se aprueba el Reglamento de los Servicios de Prevención (arts. 38 y 39) y ya antes, con anterioridad, los arts. 21 y 22 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, ya derogada por la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, cuyos arts. 32, 33 y 34 vuelven a incidir en esta cuestión[2].
La conclusión final es que las empresas deben comprometerse de manera definitiva en el objetivo de convertirse en “entornos de trabajo saludables”[3], adoptando medidas que promuevan el bienestar global e integral de sus trabajadores, que, en todo caso, implica la aplicación de medidas de protección de la salud psíquica y emocional de éstos, perspectiva esencial de su dimensión humana y social y presupuesto fundamental de su capacidad y productividad laboral.
[1] La Declaración del Centenario de la OIT para el Futuro del Trabajo, aprobada el 1 de junio de 2019, señala como el objetivo de conseguir un futuro del trabajo centrado en las personas se constituye en un presupuesto imprescindible de la justicia social.
[2] La ampliación del vínculo entre la salud laboral y la salud pública constituye uno de los retos de futuro que plantea en su Informe Seguridad y salud en el centro del futuro del trabajo. Aprovechar 100 años de experiencia, publicado en 2019 con motivo del cumplimiento de su primer centenario.
[3] La OMS define “los entornos de trabajo saludables” como aquellos en los que los trabajadores y el personal superior colaboran en la aplicación de un proceso de mejora continua para proteger y promover la salud, la seguridad y el bienestar de todos los trabajadores y la sostenibilidad del lugar de trabajo. Véase OMS (2010), Ambientes de Trabajo Saludables: Un modelo para la acción. Para empleadores, trabajadores, autoridades normativas y profesionales (disponible en: https://www.who.int/phe/publications/healthy_workplaces/es/). Y OMS (2010), Entornos Laborales Saludables: Fundamentos y Modelo de la OMS: Contextualización, Prácticas y Literatura de Apoyo (disponible en https://www.who.int/occupational_health/evelyn_hwp_spanish.pdf). En el ámbito europeo un planteamiento similar se recoge en la Guía elaborada por la OSHA en 2018 sobre Trabajadores sanos, empresas prósperas-Guía práctica para el bienestar en el trabajo (disponible en: https://osha.europa.eu/es/publications/healthy-workers-thriving-companies-practical-guide-wellbeing-work/view).