En 1919, mientras se ponía fin a la primera guerra mundial y se intentaba controlar la pandemia de la mal llamada gripe española, se definían en Europa, con repercusión mundial, la Organización Internacional del Trabajo y el Estado social y democrático de Derecho. La OIT se contempla en el Tratado de Versalles, concebida como organización tripartita (gobiernos, sindicatos y asociaciones empresariales), porque “la paz universal y permanente solo puede basarse en la justicia social”, mediante el diálogo y la concertación social y la extensión mundial de derechos y deberes laborales y de seguridad social. La primera manifestación continental del Estado social y democrático de Derecho se halla en la Constitución alemana de Weimar, vinculada en sus fines y objetivos, aunque allende el Atlántico, a la Constitución mexicana de 1917.
El contexto de crisis sanitaria, económica y social, tras una pandemia muy grave y una guerra terrible, que modificó abruptamente el mapa de la Europa del este y Asia menor, había situado el mundo ante la necesidad de una reconstrucción política, económica, social y geoestratégica sin precedentes. La búsqueda de la concordia entre los Estados y de la paz social, en aras de la propia pervivencia del sistema parlamentario nacido de la revolución liberal en las postrimerías del siglo XVIII, requería de otro contrato social, que diera a luz un nuevo modelo constitucional. De ese pacto, basado en la acción positiva de los poderes públicos a fin de “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social” (en palabras prestadas por el artículo 9.2 de la Constitución española), así como en la libertad de empresa, la función social de la propiedad privada y la distribución adecuada de la renta mediante un sistema tributario progresivo, surgió el Estado social y democrático de Derecho.
También en aquel renovado contrato social encontraron su origen el Derecho del Trabajo y la Seguridad Social. El primero permite ordenar el conflicto inherente a las relaciones laborales individuales y colectivas, a través de la búsqueda de equilibrios entre el poder de dirección empresarial y la negociación colectiva, la adopción de medidas de conflicto colectivo, entre ellas la huelga, y el acuerdo con la representación de los trabajadores, incluidas las organizaciones sindicales, y de la propia configuración legal, con la presencia de derechos constitucionales, del contrato de trabajo. La segunda se convierte en uno de los pilares esenciales de la meritada acción positiva de los poderes públicos, pues tiende a garantizar la igualdad real con el mantenimiento de rentas ante la ausencia de prestación de trabajo y retribuciones salariales o, en general, de ingresos derivados de la actividad funcionarial o del trabajo autónomo.
La libertad y la igualdad, reales y efectivas, propiciadas por un sistema solidario fundado en la progresiva y adecuada redistribución pública de la renta personal y territorial, se vieron garantizadas por un modelo constitucional que se consolidó plenamente después de la segunda guerra mundial, al menos en los Estados más avanzados, y en España gracias a la Constitución de 1978. Contribuyó a tal consolidación en Estados Unidos y Europa el New Deal, programa ideado por el presidente Franklin Delano Roosevelt para combatir la gran depresión con una fuerte inversión pública, y el Plan Marshall, destinado a la reconstrucción de los Estados europeos occidentales más dañados por la guerra mundial. España quedó fuera de sus efectos positivos por la guerra civil y la dictadura. Con todo, su europeísmo se vio recompensado cuando, ciertamente tarde, proclamó el Estado social y democrático de Derecho y decidió desarrollarlo a partir de 1978, sobre todo a causa del impulso dado por la incorporación a las Comunidades Europeas en 1986.
La hoy Unión Europea se inspira, asimismo, en los valores y principios del Estado social y democrático. La Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) se fundó en 1951. Habría resultado imposible su creación, y la de las demás Comunidades Europeas, sin este modelo constitucional y sin el pacto fundacional alcanzado por la socialdemocracia y la democracia cristiana (y otros partidos conservadores), con afanes reformistas, bien que sin renunciar a las diferencias ideológicas y a la oportuna alternancia, en un marco de moderación política, siempre en busca del bienestar social y el desarrollo.
Ahora, cien años después, con la pandemia de COVID-19 y la dura crisis económica y social originada por ella, no debemos olvidarnos de la importancia del Estado social y democrático de Derecho y de la Unión Europea. No existen sistemas mejores, ni que hayan producido tanto desarrollo y bienestar en libertad e igualdad reales y efectivas. En los años 30 del siglo XX no lo sabían aún, el modelo no se había consolidado, y en varios países se vieron deslumbrados por las consignas totalitarias, impregnadas de simplismos, que condujeron el mundo al desastre. En los años 20 del siglo XXI debemos profundizar en el Estado social y democrático de Derecho y en la integración europea, entendiendo sus orígenes y corrigiendo sus defectos. Así, entre otras iniciativas, hemos de facilitar el multilateralismo en la comunidad internacional y no cejar en las políticas ambientales. La Agenda 2030 de Naciones Unidas puede ayudarnos en este sentido. Solamente de esta forma podremos salir de esta crisis con rapidez y llegar al desarrollo sostenible con una democracia perfeccionada.