Con la crisis económico-financiera desatada en 2008 se divulgaron pronto palabras y expresiones técnicas o especializadas que se empezaron a utilizar con normalidad en los medios y las conversaciones cotidianas. En 2020, a causa de la pandemia de COVID-19 y de la crisis sanitaria, económica y social originada, ha sucedido lo mismo. Entonces la terminología predominante fue la nacida de las ciencias económicas y empresariales, ahora lo es la procedente de las ciencias de la salud. En ambos casos, se mezclan con nociones propias de la legislación laboral, las políticas activas de empleo y la protección por desempleo.
Los graves efectos de la crisis anterior sobre el sector financiero y los procesos de reconversión o rescate popularizaron, en relación con este ámbito, la figura del stress test o test de estrés, en versión parcialmente castellanizada. El test de estrés, así entendido, es una prueba de resistencia (denominación preferida por el Banco de España) basada en simulaciones sobre la capacidad de las entidades financieras para dar respuesta al deterioro generalizado de la economía y sus principales consecuencias, como la reducción del gasto público, la disminución de la renta personal o familiar, el incremento del paro y del incumplimiento en la devolución de los créditos y del pago de los intereses aparejados o la disminución del valor de las inversiones realizadas.
La actual pandemia se ha convertido desgraciadamente en una prueba de resistencia real e indeseada, sin simulaciones, de la sociedad en su conjunto y de las instituciones. Las debilidades que se habían venido describiendo en los últimos años, muchas de ellas agravadas por la crisis económico-financiera y social previa, se han manifestado en 2020, desconcertando a una ciudadanía atónita ante una emergencia sanitaria mundial, de tamaña dimensión, que no había sido vivida por la inmensa mayoría.
El despiste europeo generado por la desvirtuación de las posiciones ideológicas que habían dado lugar a la Unión Europea y al bienestar en el marco del Estado social y democrático de Derecho, unido a las divergencias en la evolución de los modelos de los Estados del este de Europa, habían diluido las valores y fines esenciales de la política europea. La mala asimilación, en general, de una mundialización ajena al desarrollo sostenible, percibida con inquietud por las potencias hegemónicas de los antiguos bloques, reticentes a admitir el multilateralismo en un orden presidido por los derechos humanos, y agravada por el permanente intento chino de emerger como la nueva potencia en este contexto, ha dado lugar a un malestar generalizado que minusvalora la libertad y la igualdad efectivas, alimenta el populismo y denuesta la moderación.
La pandemia ha mostrado las incapacidades de nuestro sistema y las carencias de los instrumentos pensados para la respuesta conjunta ante catástrofes de diversa índole a nivel mundial, supranacional y nacional. No pueden quedar para mejor ocasión, después de esta experiencia, la profundización en la promoción y garantía de la dignidad de la persona y los derechos fundamentales, la necesaria acción positiva para la consecución de la igualdad real y la erradicación de la pobreza y la exclusión, el robustecimiento de los servicios públicos y la protección social, la transformación sostenible y democrática del modelo económico-productivo y de relaciones laborales, el fomento del progreso cultural y científico-técnico, situando los resultados de la I+D+i al servicio de las personas y el bienestar individual y colectivo, la valorización del europeísmo y la restauración plena de los valores y principios de la Unión Europea, el relanzamiento de la Comunidad Iberoamericana de Naciones y la implantación del multilateralismo en las dinámicas de la comunidad internacional.
La dignidad de la persona y la promoción y garantía de sus derechos y libertades individuales y colectivos, en el marco de un sistema democrático de cumplimiento de los deberes ciudadanos, han de presidir las políticas públicas y la iniciativa privada. La crueldad de la pandemia y su extensión a todas las facetas de nuestras vidas han alterado lo que considerábamos la normalidad. Se ha realizado una especie de análisis DAFO, terrible y doloroso, que ha manifestado sin miramientos las debilidades de la sociedad y sus instituciones, así como las amenazas que se ciernen sobre ellas. Cierto es igualmente que nos está indicando las fortalezas, que también existen, como comprobamos con agradecimiento a diario, y las oportunidades, que apuntan posibilidades para el tránsito hacia un modelo mejorado y sostenible.
La superación de la pandemia de COVID-19, con responsabilidad y solidaridad, y el logro de la supervivencia personal, de los valores del Estado social y democrático de Derecho, de las instituciones, los derechos y los servicios públicos, de las empresas y los puestos de trabajo, pueden conducirnos a la normalidad, a una normalidad mejor, en la que dejen de ser “normales” la exclusión, la desigualdad, la pobreza, la violencia, el olvido de la sostenibilidad socioeconómica y medioambiental, la discriminación y el maltrato de personas y colectivos.