El pasado 23 de septiembre se publicó en el Boletín Oficial del Estado el Real Decreto-Ley 28/2020, regulador del trabajo a distancia, modalidad de organización del trabajo o desarrollo de la prestación laboral, como indica la propia norma, que incluye como una de sus más relevantes modalidades el teletrabajo, del que tanto se ha hablado desde que la crisis sanitaria que aún padecemos condujo a su extensión.
Resultado de un agitado proceso de diálogo con los interlocutores sociales aunque no sometida al debate parlamentario en atención a la urgencias de ofrecer un tratamiento normativo ad hoc de la figura, esta norma aparece como un típico producto del llamado Derecho del Trabajo de la Emergencia Sanitaria, por más que su vocación sea la de regularla con vocación de permanencia.
Esto se aprecia sin demasiada dificultad cuando se aprecian sus principales contenidos y, sobre todo, la orientación que los preside.
Como he tenido ocasión de señalar en este mismo espacio (Cuadernos, número 5, 8 de junio de 2020), la inesperada irrupción impuesta y masiva del teletrabajo a partir de mediados del mes de marzo nos mostró cómo este puede convertirse en una forzada, estresante y gravosa -especialmente para el trabajador- forma de trabajar desde casa, que no puede representar un modelo para el futuro.
De allí que, como indiqué entonces, cualquier regulación del mismo que se adoptase en el futuro debería estar encaminada adoptar medidas que permitan evitar los principales efectos negativos del teletrabajo, experimentados en carne propia por quienes se vieron en la obligación de recurrir a él.
El Real Decreto-Ley, como no podía ser de otro modo, parte de dicha situación y busca por sobre todas las cosas prevenir esos efectos negativos, que identifiqué en cuatro principales. Otra cosa es que lo consiga de forma satisfactoria en todos los casos.
Para ponerlo de manifiesto haré a continuación una primera aproximación a los mismos, con cargo a desarrollarla en posteriores textos.
Un primer riesgo a evitar era el del teletrabajo impuesto, sin dotación de medios ni adaptación del lugar de trabajo y con asunción de sus costes por el trabajador. El cuidado del legislador en desterrar esta posibilidad es notorio y se plasma con cuidadosa claridad en las reglas del decreto que garantizan la voluntariedad, el suministro de los equipos de trabajo y la asunción de los gastos por la empresa y la aplicación de la normativa preventiva.
A su lado era necesario prevenir la invasión del domicilio y la intimidad del trabajador. Las reglas en este caso no son ya tan puntillosas como era de esperar, sino más bien laxas y en el fondo declarativas de previsiones ya existentes dentro del ordenamiento jurídico español, sin que se hayan previsto, como era posible, por ejemplo, reglas especiales respecto del empleo de la videovigilancia, pese a que, debido a su carácter altamente invasivo, debía ser seguramente objeto una cuidada regulación de su empleo, que lo limitase a supuestos excepcionales debidamente justificados. Siendo aquí, por cierto, donde tendría especial sentido la introducción de la intervención de la representación de los trabajadores o, mejor aún, el acuerdo con esta, como ocurre en el caso de la legislación italiana.
El tercer fenómeno que debía ser evitado era la colonización del entero tiempo del trabajador y la desaparición de las fronteras y el trabajo y la vida privada de este. La norma muestra busca evitarlo especialmente mediante una regulación igualmente puntillosa del contenido del acuerdo de trabajo a distancia, donde deben aparecer fijados, se entiende que con razonable precisión, el horario de trabajo y los porcentajes de distribución del trabajo presencial y a distancia, así como a través de la regulación del registro horario y del derecho a la desconexión del teletrabajador.
Las anteriores son previsiones que, sin duda, permiten limitar el espacio de teletrabajo de manera clara y previsible. La duda que suscitan es la de si de tal modo el legislador no está perdiendo de vista otra dimensión del teletrabajo que resulta de especial interés para los trabajadores, como es la de garantizar a estos el control de su tiempo de trabajo. Es cierto que más adelante la norma reconoce el derecho del trabajador al horario flexible, pero lo hace con tal cantidad de condicionamientos, legales, convencionales y contractuales, que cabe dudar de su virtualidad.
Por lo demás, la regulación que se hace del derecho a la desconexión es sin duda relevante, pero tendería a pensar que tiene un carácter más pedagógico que efectivo, en la medida en que lo que hace es esencialmente reiterar previsiones que se encontraban vigentes con anterioridad, sin llevar a cabo un desarrollo o adaptación de las mismas al fértil y necesitado de especificaciones mundo del teletrabajo.
Finalmente, el cuarto riesgo que debía ser conjurado era el del aislamiento del trabajador. Lo cual requería, naturalmente, de medidas que faciliten y promuevan el teletrabajo semipresencial o en alternancia. La definición del trabajo a distancia que ofrece la norma lo admite, como no podía ser de otro modo, al indicar que es trabajo a distancia todo el que se presta en el domicilio o en un lugar elegido por el trabajador “durante toda su jornada o parte de ella”. No obstante, introduce a continuación un requisito de orden cuantitativo: el de la regularidad, que se entiende cumplido cuando se trabaja a distancia “un mínimo del treinta por ciento de la jornada” en un período de referencia de tres meses.
Introducido durante las negociaciones con los agentes sociales, en especial debido a la exigencia del sector empresarial de limitar la obligación de cobertura de equipos y gastos a los supuestos en los que la prestación a distancia era cuantitativamente relevante, esta previsión, sumada a la de regulación desde un inicio del horario del trabajador, tiene por efecto dejar fuera de la norma y su sistema de garantías -y no solo del sistema de cobertura de costes- todas las prestaciones a distancia que se lleven a cabo por períodos de tiempo inferiores a dos días a la semana o que no tengan unos días o períodos predefinidos de materialización. Unas prestaciones, calificadas como de teletrabajo ocasional, que según todos los informes y estudios realizados con anterioridad a la crisis sanitaria son las más frecuentes y las que más se adaptan a las necesidades e intereses de conciliación de los trabajadores.
Estas prestaciones quedan, así pues, situadas extramuros de la ley, dando lugar a formas de teletrabajo informal que escapan a la regulación legal, con las consecuentes incertezas jurídicas. Quizá hubiera sido más adecuado, por ello, imponer el límite del 30 % de la jornada como requisito para el acceso a ciertos derechos y no como barrera para la aplicación de la ley.
El anterior es, con todo, un límite susceptible de ser reducido a través de la negociación colectiva. Teniendo en el fondo, además, buena parte de las garantías previstas por la ley un carácter en gran medida declarativo de obligaciones que pueden ser deducidas ya del ordenamiento jurídico, por lo que es discutible que no gocen de ellas estos trabajadores.
Partiendo del reconocimiento de lo enteramente justificado de las preocupaciones del legislador, cabe por tanto preguntarse si en el afán de evitar los efectos perversos del uso masivo e impuesto del teletrabajo que hemos padecido, y por hacerlo además de la manera más veloz posible, este no ha terminado por imponer un régimen jurídico para el empleo de esta forma de trabajar requerido en algunos de sus aspectos de matizaciones, mientras que en otros de garantías específicas que no ha sido posible introducir.